Texto 1. El Ser frente al Tener

Autores: Francesc Torralba y Maria Rosa Buxarrais.

Análisis

Ha llovido mucho desde que Erich Fromm publicó Ser o tener, un ensayo profundo y riguroso donde reivindicaba la cultura del ser frente a la cultura del tener. El pensador humanista, heredero del mejor Freud y del mejor Marx, criticaba, con ahínco, la sociedad de consumo, idólatra del tener. No fue el único. Los filósofos de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, también criticaron, con convicción, una sociedad donde la razón instrumental lo regula todo y donde se valora a una persona, a una institución o a un país entero por su productividad o por su rentabilidad.

Luego, ya en la primera década del siglo XXI, Gilles Lipovetsky desarma intelectualmente la sociedad del hiperconsumo, donde todo se convierte en objeto de consumo, se consume mucho más de lo que se precisa y donde se vincula estrechamente la felicidad con la capacidad de poseer, de acumular, de gozar de bienes materiales. Una felicidad que califica de paradójica porque sólo quienes tienen capacidad para consumir pueden gozar, provisionalmente, de tal Estado de bienestar, pero que causa más dependencia y más sed, en lugar de liberar. Es evidente que el ser humano, para poder desarrollarse dignamente, necesita consumir objetos, pero no está hecho para consumir. Más allá del Homo consumens está el Homo sapiens, el Homo ludens, el Homo contemplans. Estamos hechos para amar, para pensar, para gozar, para una pluralidad de actividades que trascienden el poseer.

El singular filósofo coreano afincado en Berlín Byung-Chul Han, una estrella emergente en el panorama germano, también se ha pronunciado críticamente respecto de una sociedad, la nuestra, fundada en el valor del rendimiento y en el binomio explotación-consumo, donde vale más el que más produce, el que más consume, el que más tiene, porque el destino final de esta mentalidad es la fatiga, la sociedad del cansancio, el hastío existencial.

Frente a la cultura del tener que provoca exclusión, discriminación y resentimiento, es fundamental reivindicar la cultura del ser. Desde esta concepción, lo que hace valiosa a una persona no es su capacidad de producir o de consumir, su poder adquisitivo; es su ser, su naturaleza, el carácter único e irreductible de su existencia, o, como repite el filósofo danés, Søren Kierkegaard, su unicidad. La cultura del ser subraya la necesidad de desarrollar el talento oculto de cada persona, activar sus posibilidades latentes para que pueda dar lo mejor de sí misma a la sociedad. Esta tesis tiene su eco en la práctica educativa, pues su objetivo no radica en preparar niños para ser consumidores, sino para ser personas plenamente libres y responsables, capaces de aportar lo mejor de sí mismas a la sociedad y de no renunciar jamás a su unicidad.

Desde la cultura del ser, el fundamento de la felicidad no radica en el consumir; radica en la donación de sí. Este movimiento, paradójicamente, colma a la persona, porque a través de ella experimenta que su existencia no es estéril, que aporta valor a la sociedad.

En la segunda década del siglo XXI emerge un nuevo paradigma, una nueva mentalidad que reacciona críticamente frente a esta cultura del tener que sólo causa frustración y devastación ecológica. Desde este paradigma, se subraya el valor del ser, el cultivo de cada ser humano, de su exterioridad y de su interioridad, de sus cualidades corporales, pero también de sus facultades internas, de la imaginación, la memoria, la voluntad y la inteligencia. En las sociedades más desarrolladas emerge esta sensibilidad posmaterialista, hastiada del hiperconsumo y de la hiperproducción, que atiende a valores personales eclipsados durante décadas, que vela por forjar relaciones humanas de calidad y que cuida el patrimonio cultural, artístico y natural.

La crisis económica que sufrimos ha activado el interés por el tener, pues la lucha por los bienes básicos para subsistir se ha convertido en la preocupación cotidiana de muchos ciudadanos. Es lógico. No puede ser de otro modo. Aun así, es preciso recordar que la cultura del tener no colma las aspiraciones más hondas del ser humano. Garantiza, a lo sumo, el bienestar material, lo cual no es irrelevante en los tiempos que corren, pero desde la cultura del tener no se atisba, ni lejanamente, la felicidad, pues esta sólo se percibe cuando uno puede ser lo que está llamado a ser, cuando puede dar a los otros lo que hay latente en su naturaleza. Esto exige un profundo cambio de orientación en los modos de pensar y de obrar, una revolución silente, pero tenaz, que relativice lo material y lo sitúe en su justo lugar, para subrayar el valor de lo intangible. Desde la cultura del ser, el capital espiritual más relevante de una sociedad son sus ciudadanos, su potencial y su capacidad para innovar, para crear y para transformar lo real.

Francesc Torralba F. TORRALBA filósofo y teólogo, director de la Cátedra Ethos de la Universitat Ramon Llull

La Clave

Somos parte de una sociedad individualista, consumista, egoísta, competitiva, donde hay una frenética carrera por la satisfacción individual. Estos contravalores han conseguido atrapar a las personas, midiéndolas por parámetros externos: competir con el otro para tener más, compararse para buscar la superioridad, ejercer el poder hacia el otro, etcétera. Ante una sociedad desencantada hay que buscar una ruta alternativa. Ahora, hay que preguntarse: ¿quiénes somos realmente?, ¿cómo hemos construido nuestra identidad? Nos toca despertar a una visión diferente del mundo, una nueva forma de experimentar la vida.

Afortunadamente, empiezan a despuntar personas que creen en la persona y defienden otros valores como el diálogo, la alegría por el bien de los otros, la compasión, la solidaridad y el amor. Luchan a contracorriente. Para hacerlo es necesario un trabajo personal que unifique la mente y el cuerpo en la interioridad y desarrolle todas las dimensiones de la persona.

En nuestras vidas hemos interiorizado pautas de relación y comportamiento que ahora requieren un desaprendizaje, para incorporar otras que nos vinculen con la propia interioridad, no impuestas sino adquiridas por convicción, por creencia personal, porque sin esta convicción no nos podemos comprometer.

Vivimos hacia afuera. Nos importa más nuestra imagen exterior que nuestro interior. Así, tenemos una asignatura pendiente: vivir hacia dentro, mirarnos a nosotros mismos de manera crítica y constructiva. Sócrates afirmaba que para el ser humano no tiene sentido vivir una vida sin examinarla. La experiencia sin preguntas es una experiencia vacía. La capacidad de preguntarnos cosas nos lleva a un autoconocimiento más profundo y al conocimiento del otro. Por lo tanto, hay que hacer una pedagogía del ser, trabajar la atención, la percepción y poder descifrar todo lo que experimentamos.

En la actualidad hay varios programas educativos de trabajo de la interioridad, acompañados de prácticas de respiración que permiten una mayor concentración, atención y quietud desde dentro de uno mismo. Se ha observado que estas prácticas revierten en una mayor concentración y memoria, unificando la mente, consiguiendo menos dispersión mental, conexión entre los diferentes hemisferios cerebrales, revitalización de la energía, fuerza de voluntad, ausencia de ansiedad, seguridad en uno mismo, estabilidad emocional, visión positiva y atención presente.

Maria Rosa Buxarrais M.R. BUXARRAIS, catedrática de la facultad de Pedagogía de la Universitat de Barcelona

Texto 2. La codicia: deseo de tener más y más

Autora: Ana Carrasco Conde

La codicia es la pasión de la injusticia. No se trata de tener más que los otros: se trata de poder tener con avidez lo más que se pueda. Es una combinación de ambición y de egoísmo.

“Cuando el deseo de lucro hace perder la cabeza a los hombres y la falta de escrúpulos oprime la honradez” –escribe Hesíodo en el siglo VIII a. C.–, un castigo divino “arruina la casa de un hombre semejante (Trabajos y días). Nuestros tiempos son otros y otra nuestra forma de pensar: aquel castigo divino que habría de caer inexorablemente sobre el amante del lucro ya no existe. La única justicia que parece existir es la que los hombres de dan, pero esta ni puede verlo todo ni puede controlarlo todo. La codicia, sin embargo, pervive en el tiempo.

Deseo insaciable

Desde la Antigüedad, la codicia se ha asociado a una pasión negativa característica de la vida en común: el codicioso desea tener más que los demás de forma febril, obsesiva. Del griego pleonexia (de pleon, comparativo de polis, “más”, y derivado del verbo echein, “tener”), la codicia se entendía como el deseo insaciable de poseer “más” bienes materiales hasta el punto de que, por ejemplo, Platón la entendía como la gran enfermedad moral de la ciudad, terrible por ser capaz de corromperlo todo. Ya lo decía Hesíodo: la corrupción de un hombre con poder afecta a toda la ciudad y la sume en la desgracia. Este sería el motivo por el cual Platón, en el Gorgias, se sirve de Calicles y su defensa de la justicia según la cual esta debe vertebrarse en torno a los derechos del más fuerte (o del que más poder tenga). Así, Platón argumentará que la justicia debe recaer en los más sensatos, es decir, en los que no se dejan llevar por sus pasiones: “¿Has dicho que, consultando a la naturaleza, el más poderoso tiene derecho a apropiarse de lo que pertenece al inferior, el mejor a mandar al mediocre y el que vale más dominar más que el que vale menos?” (Gorgias). La codicia aparece así, en el marco de la polis, en estrecha conexión con el concepto de justicia. Por eso, en la República se sostendrá que quien asuma un cargo público ni debe sacar provecho alguno ni debe tener en cuenta sus intereses particulares.

Platón entendía la codicia como la gran enfermedad moral de la ciudad, terrible por ser capaz de corromperlo todo.

La codicia, una patología moral

Para Platón, si la codicia puede ser entendida como una enfermedad es porque constituye una patología moral asociada a un ansia sin límites de bienes materiales característica de sujetos que piensan prioritariamente en sí mismos sin preocuparse de las consecuencias en los demás. Sin embargo, la codicia no es un vicio ni una enfermedad que permita exculpar de algún modo al codicioso, sino, como sostenía Aristóteles y siglos más tarde Spinoza en su Tratado teológico político, es el gesto máximo de injusticia de la vida en comunidad porque implica desigualdad y perjuicio hacia los demás sin importar cómo afecten sus acciones a la comunidad. La codicia es la pasión de la injusticia. No se trata de tener más que los otros: se trata de poder tener con avidez lo más que se pueda. Es también, pero no sólo, una combinación de ambición y de egoísmo que se concreta en la más perniciosa de las acciones, porque no se trata únicamente de fijar un objetivo en concreto que alcanzar sin importar los medios (ambición) o con no querer compartir con los demás lo que se tiene (egoísmo), sino con desear más de lo que se tiene pensando únicamente en el beneficio personal, aunque incluye dos matices característicos: que es un deseo imposible de saciar y, por tanto, que no hay no límite, ni siquiera el legal, que pueda pararlo.

Hesíodo: “La corrupción de un hombre con poder afecta a toda la ciudad y la sume en la desgracia”

Una pasión triste

Si el núcleo de estas pasiones B está asociado en la mayor parte de los casos a una forma (positiva o negativa) de amor hacia sí mismo, el codicioso lo que ama con exageración es la cantidad de sus bienes y el placer de la ganancia, de ahí su vínculo etimológico en el término latino con Cupido: la codicia como cupiditas conlleva la idea de desear con fervor incontrolable, casi con violencia y ansia (latín cupire). Pero es un amor cuyo objeto nunca sacia. Parafraseando a Lacan podríamos decir que, para el codicioso, cuya mirada está marcada por el brillo lujurioso de la ganancia, no hay relación completa y satisfactoria con el objeto de su deseo. Siempre quiere más porque ni nunca tiene suficiente ni lo que tiene le sacia. Decía Spinoza que la codicia es una pasión triste. Quizá podría decirse que es porque el codicioso no puede ni ser libre (es juguete de sus pasiones) ni feliz (nada le completa), pero también –y sobre todo– porque constituye una de las grandes pasiones alimentadas en una sociedad en la que, bajo la apariencia de comunidad, brilla, negra, la fuerza del interés individual y el egoísmo y donde, integrados en una lógica de consumo y competitividad, se ha fomentado en los individuos aquella pasión que necesita de un límite que sólo la moral puede dar. Ante el delito del robo está la pena de la justicia, pero ante el deseo de tenerlo todo a cualquier precio está la enseñanza de lo que realmente ha de tener valor.

Bibliografía

Del tener al ser: caminos y extravíos de la conciencia

  1. Fromm. Paidós, Barcelona, 2009

Ser y tener, G. Marcel.

Caparrós Editores, Madrid, 1995

El hombre autorrealizado: hacia una psicología del ser

  1. Maslow. Kairós, Barcelona, 2014

El camino del ser

  1. Rogers. Kairós, Barcelona, 2007

Tecnologías del yo

Foucault. Barcelona, Paidós, 1991

La práctica de la atención plena

  1. Kabat-Zinn. Barcelona, Kairós, 2007

Caminos del reconocimiento

  1. Ricoeur. Tres estudios. Madrid, Trotta, 2006 Sadhana.

El sentit de la vida

  1. Tagore. Barcelona, Fragmenta, 2013

Ética, educación y convivencia.

Málaga, Aljibe, 2014

 

Fuente

-El Ser frente al tener. La Vanguardia.

https://www.lavanguardia.com/opinion/temas-de-debate/20140615/54409029866/el-ser-frente-al-tener.htm

-La codicia: deseo de tener más y más.

https://www.filco.es/la-codicia-deseo-de-tener-mas-y-mas/

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