El día 10 de enero nos encontraremos en la Biblioteca Municipal Manuel Altolaguirre de Benalmádena para compartir ideas, reflexiones o experiencias en torno al tema de LA COMPASIÓN.
Hora: 18.00.
Texto 1. La trampa de la empatía. Peter Singer.
Poco después de resultar electo presidente de los Estados Unidos, Barack Obama le dijo a una niña: «A este mundo le falta empatía, y cambiar eso depende de tu generación». La idea que expresaba Obama está muy difundida, así que el título de un nuevo libro de Paul Bloom (psicólogo de la Universidad de Yale) puede generar sorpresa: Against Empathy [Contra la empatía]. ¿Cómo puede alguien estar en contra de algo que nos permite ponernos en los zapatos de los demás y sentir lo que sienten?
Para responder esa pregunta, podríamos hacer otra: ¿por quién debemos sentir empatía? Ahora que Donald Trump se prepara para suceder a Obama, algunos analistas señalan que Hillary Clinton perdió la elección del mes pasado porque le faltó empatía con los estadounidenses blancos, en particular los votantes del viejo cinturón industrial que añoran los días en que Estados Unidos era una potencia fabril. El problema es que la empatía hacia los trabajadores estadounidenses está en tensión con la empatía hacia los trabajadores mexicanos y chinos, a quienes quedarse sin empleo perjudicaría incluso más que a los primeros.
Tener empatía con alguien nos predispone mejor hacia esa persona. Es algo bueno, pero también tiene su lado oscuro. En sus discursos de campaña, Trump usó el trágico asesinato de una joven llamada Kate Steinle a manos de un inmigrante indocumentado para generar apoyo a sus políticas antiinmigrantes. Por supuesto, nunca ofreció una descripción tan vívida de los casos (publicados) de inmigrantes indocumentados que salvaron las vidas de personas que no conocían.
Los animales con grandes ojos redondos, como las crías de foca, despiertan más empatía que los pollos, a los que infligimos muchísimo más sufrimiento. Algunas personas incluso se muestran reacias a «dañar» a robots, aunque saben que estos no pueden sentir nada. Por otra parte, los peces (que son fríos y resbaladizos, y no pueden chillar) despiertan poca empatía, aunque (como sostiene Jonathan Balcombe en What a Fish Knows [Lo que un pez sabe]), hay sobradas pruebas de que sienten dolor igual que las aves y los mamíferos.
La empatía con un puñado de niños que (supuesta o realmente) sufren daños derivados de las vacunas es una de las principales causas de cierta resistencia popular a inmunizar a los niños contra enfermedades peligrosas. Esto lleva a que haya millones de padres que no vacunan a sus hijos, cientos de niños que enferman y muchos más afectados (a veces fatalmente) por la enfermedad, más que los que realmente tendrían efectos adversos de la vacuna.
La empatía puede llevarnos a cometer injusticias. En un experimento, los sujetos de prueba debían escuchar una entrevista a una niña que sufría una enfermedad terminal. A algunos se les pidió tratar de imaginar lo que sentiría la niña, mientras que los otros recibieron instrucciones de mantener la objetividad. A continuación, tenían la posibilidad de mejorar la posición de la niña en la lista de espera para un tratamiento, por encima de otros niños a los que ya se había evaluado como prioritarios. Tres de cada cuatro sujetos a los que se les pidió ser empáticos hicieron uso de esa posibilidad, contra sólo uno de cada tres de los que trataron de ser objetivos.
«Una muerte es una tragedia; un millón es una estadística». Así como la empatía puede volvernos demasiado favorables hacia los individuos, los números grandes nos insensibilizan. Hace poco, una organización sin fines de lucro con sede en Oregon, llamada Decision Research, creó un sitio web, ArithmeticofCompassion.org, que busca mejorar la capacidad de comunicar información sobre problemas a gran escala, sin permitir que surja la «insensibilidad numérica«. En una época en que historias personales vívidas se viralizan e influyen en las políticas públicas, la importancia de ayudar a visibilizar esos problemas es indiscutible.
Estar contra la empatía no es estar contra la compasión. En una de las secciones más interesantes de Against Empathy, Bloom describe cómo aprendió la diferencia entre la empatía y la compasión, gracias a Matthieu Ricard, el monje budista que ha sido descrito como «el hombre más feliz de la Tierra». Hace unos años, la neurocientífica Tania Singer (de quien no soy pariente) tomó lecturas del cerebro de Ricard mientras este practicaba «meditación compasiva»; para su sorpresa, encontró que no había actividad en las áreas del cerebro que normalmente se activan cuando las personas sienten empatía con el dolor de otras. Cuando a Ricard le pidieron generar esa clase de empatía, pudo hacerlo, pero lo halló desagradable y agotador; en cambio, describió la meditación compasiva como «un cálido estado positivo asociado con una fuerte motivación prosocial».
Singer también tomó a personas sin experiencia previa en meditación y las entrenó para hacer meditación compasiva, mediante la técnica de generar pensamientos positivos en relación con una serie de personas, desde alguien cercano al meditador hasta llegar a desconocidos. Este entrenamiento puede llevar a una conducta más amable.
La meditación compasiva se parece a lo que a veces se denomina «empatía cognitiva», porque involucra el pensamiento y la comprensión de la situación ajena, más que el sentimiento. Esto nos lleva al último gran mensaje del libro de Bloom: el camino que tomó la ciencia psicológica la llevó a subestimar el papel que tiene la razón en nuestras vidas.
Cuando los investigadores hacen experimentos para demostrar que algunas de nuestras actitudes y elecciones supuestamente deliberadas pueden depender de factores irrelevantes como el color de la pared, el aroma de la habitación o la presencia de un dispensador de desinfectante para manos, esos trabajos se publican en revistas de psicología y hasta puede que salgan en las noticias. Pero publicar (y ni hablar de difundir) una investigación que muestre que la gente toma decisiones basadas en evidencia pertinente es más difícil. Esto muestra que la psicología tiene incorporado un sesgo contra la idea de que tomamos decisiones razonadas.
La idea más positiva que tiene Bloom del papel de la razón concuerda con lo que considero la comprensión correcta de la ética. La empatía y otras emociones suelen motivarnos a hacer lo correcto, pero son igualmente capaces de motivarnos a hacer lo incorrecto. En la toma de decisiones éticas, la capacidad racional del ser humano es fundamental.
Traducción para El Diario: Esteban Flamini
Texto 2. La barbarie compasiva. Fernando Savater.
En los últimos meses, durante la ofensiva antitaurina que culminó con la prohibición de los toros en Cataluña, dos de la palabras más repetidas fueron «compasión» y «barbarie». Dejemos a un lado la fundada sospecha de que en la decisión del Parlamento autonómico tuvo más peso la voluntad separatista de abandonar una tradición compartida con el resto de España que cualquier argumento animalista. Ya se ha insistido incluso demasiado en este aspecto -tan romo de interés teórico como casi todo lo que atañe al nacionalismo- olvidando en cambio los pretextos, que en este caso son más interesantes que el contexto. No se necesita una argumentación ética fundada para que a uno personalmente le desagraden o hasta le asqueen los toros: pero en cambio es imprescindible para prohibirlos en una comunidad con carácter imperativo y general.
El bárbaro es quien no distingue entre el trato a los humanos y a los animales
Se apela a la compasión como última ratio moral y se nos recuerda el principio budista de no dañar bajo ningún pretexto a otro ser vivo. Con todos mis respetos para Richard Gere y compañía, quienes no somos budistas no nos sentimos obligados por él (sobre todo si comemos carne o pescado y nos curamos con antibióticos, cuyo simple nombre ya promete matanzas): a trancas y barrancas, pero vivimos en un estado laico… hasta en Cataluña. Fuera de esa postura religiosa, no es cierto que la compasión por el dolor universal sea la base de la ética. Sin duda ser compasivo es un sentimiento que nos mejora, pero no un precepto moral ineludible. Paseando por el campo, veo que un gorrioncillo recién nacido se ha caído del nido y pía angustiosamente en el suelo expuesto a todos los peligros: como soy compasivo, lo recojo y lo devuelvo a su hogar… aunque así perjudique a la serpiente que también tiene que comer para vivir. ¡Bravo, tengo buen corazón! Pero si quien gime abandonado en un cubo de basura es un bebé, tengo la obligación ética de ayudarle, me compadezca de él o no. Si no lo hago, no seré poco sentimental o duro de corazón sino claramente inmoral. La diferencia es importante, todo lo que cuenta en la ética -el reconocimiento de lo humano por lo humano y el deber íntimo que nos impone- reside ahí.
Peter Singer, el filósofo que oficia como mentor del animalismo, relativiza esta norma: si el bebé humano padece malformaciones y anormalidades, tengo menos obligación ética de salvarle que al gorrioncillo o a cualquier otro animal sano, en caso de que deba elegir. Y así llegamos al tema de la barbarie. Porque en su sentido prístino y radical, el bárbaro no es quien maltrata o no se compadece de las bestias, sino quien no distingue entre el trato que debemos a los humanos y el que corresponde a los animales. La auténtica imagen de la barbarie no ocurre dentro de la plaza donde se lidia al toro, sino fuera: son esas personas que yacen desnudas, cubiertas de falsas banderillas y pintura color sangre, y que dan a entender que es lo mismo matar a un toro que a un ser humano. Dice una barbaridad el portavoz de ATEA en el País Vasco cuando pide explicaciones porque se condene a ETA pero no a Jesulín de Ubrique y otra aún peor los que se ufanan de alegrarse cuando el toro mata al torero. Donde no se asume la excepcionalidad del vínculo recíproco entre semejantes racionales, ese es el predio de los bárbaros.
Hace poco una conocida novelista mandó una carta a este periódico abogando por los derechos de los animales. Concluía diciendo: «¿No somos también nosotros simple y gozosamente animales?». Sin duda biológicamente somos animales, no vegetales. Pero desde luego ni simple ni gozosamente. Por culpa de ello existen las novelas… y la ética.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 7 de septiembre de 2010 en El País.
Texto 3. Entre la fuerza y la compasión.
Autor: Gonzalo Muñoz Barallobre para la revista cultural Tarántula.
“Dejar de pensar en uno mismo”, así titula Nietzsche el aforismo número 133 de su Aurora, un aforismo que busca ser la demostración de esta sentencia: compasión, a ese animal yo le llamo egoísmo.
Dos preguntas nos reciben nada más poner nuestros ojos en él: “¿por qué se salta al agua tras un hombre que ha caído a ella si no hay nada que nos ligue a él?”, y “¿por qué se siente dolor y malestar con uno que esputa sangre, aun cuando se esté enfadado con él y se sienta hostilidad?” La respuesta para ambas será la misma: por compasión. Un concepto, nos dirá Nietzsche, cuya definición es conocida por todos, y que reza así: somos compasivos cuando dejamos de pensar en nosotros mismos y pensamos exclusivamente en el otro.
Ese “es conocida por todos”, entre los maestros de la sospecha, es la puerta que siempre se elige para entrar, y eso hace Nietzsche. Así, “conocida por todos” será por él traducida por “hija de la irreflexión”. Nos dirá que algo olvida, algo que la hace ser mitad verdadera y mitad falsa. Pero no estamos ante una paradoja, sino ante niveles distintos de lo que somos, ya que en el acto compasivo conscientemente dejamos de pensar en nosotros mismos, pero inconscientemente lo hacemos y además de una manera marcada por la intensidad.
¿Qué nos ocurre al encontrarnos con alguien sufriendo? Nietzsche dirá que nos ofende, ya que el sufrimiento del otro sale a nuestro paso y nos impide continuar, nos interpela y su llamada nos produce un constreñimiento al que estamos obligados a dar respuesta. Ahora bien, ese constreñimiento, ese dolor, nada tiene en común con aquello que siente la persona que hemos encontrado sufriendo, es una pasión cuya verdadera génesis apesta demasiado a nosotros mismos. Hablamos de un miedo multiplicado por tres: miedo al deshonor, ya que al no ayudar podemos ser criticados; miedo a nuestra impotencia, es decir, a querer ayudar pero ser incapaces de hacerlo; y por último, el miedo que en nosotros despierta lo que vemos: el sufrimiento del otro nos recuerda lo frágiles que somos y cómo nuestra suerte puede cambiar en cualquier momento. ¿Qué queda ahora del sufrimiento que el otro siente? Para Nietzsche, absolutamente nada. De este modo, el dolor del otro sólo es un estímulo, una mera excusa, para pensar en nosotros.
Pero aún queda algo más, ya que todavía no hemos salido de nosotros mismos, no hemos ayudado al otro, y en este segundo paso tenemos algo más que decir, porque al pasar a la acción, al ayudar al prójimo salvándole o calmando su dolor, no hacemos otra cosa que seguir pensando en nosotros mismos, puesto que con esa acción logramos liberarnos del constreñimiento generado, convirtiéndolo incluso en un acto placentero. Así, mientras ayudamos, el miedo al deshonor se convierte en el placer de estar ya escuchando los aplausos y los halagos de los que nos rodean; el miedo a la impotencia, se convierte en el goce de vernos capaces y de sentir como nuestra acción –la encarnación de nuestra voluntad de poder- pone fin, y utilizo las mismas palabras que Nietzsche, “a una injusticia humillante”; y por último, también recibimos placer al contemplar que la situación que resolvemos es antitética a la nuestra, es decir, que si bien nosotros también somos frágiles y estamos expuestos a los reveses del destino, en esta ocasión no es nuestro turno y debemos disfrutarlo.
Después del análisis, Nietzsche dirá que no se entiende cómo el lenguaje intenta atrapar en una sola palabra, “compasión”, a un ser tan polifónico, y que en su verdadero nombre, caída ya toda máscara, no debería ser otro que el de egoísmo. Egoísmo, porque la pasión que genera sólo y exclusivamente responde a nosotros, y egoísmo, porque al ayudar sólo buscamos liberarnos de la carga generada y al hacerlo obtener placer.
Pero la investigación no se detiene ahí, ya que la compasión ha sido, y es, tema central de la moral, tanto la establecida por el judeocristianismo como aquella que otros filósofos intentan “instaurar” -el guiño, un guiño cargado de acidez, se dirige a su exmaestro Schopenhauer. Pero antes de poder llegar al punto álgido, Nietzsche contrapone al compasivo, a ese egoísta enmascarado, con el egoísta puro. Porque sólo así podrá hacer la pregunta que tanto está deseando hacer.
El egoísta puro, sin máscara, será definido por “una imperturbabilidad estoica”, cuyo anclaje, justificación, responde a una máxima doble: “que cada cual se ayude a sí mismo y juegue sus propias cartas”, porque “que los demás sufran no le parece injusto puesto que también él mismos ha sufrido”. Ahora la deseada pregunta puede llegar: ¿por qué al compasivo le llamamos “bueno” y al egoísta “malo” cuando ambos no hacen otra cosa que pensar en sí mismos sacando al prójimo de su verdadero interés?
Aquí, Nietzsche realiza un giro muy propio de su búsqueda, que no es otro que el de hilar muy fino hasta que llega el momento de sentenciar. Porque si aplicamos su forma de trabajo a su conclusión, a esa afirmación de que tanto el compasivo como el egoísta, por estar ambos movidos por el mismo impulso, deberían ser indistintamente tildados de “malos”, llegamos a un punto bien diferente. De este modo, podemos señalar que si analizamos al compasivo, a ese egoísta enmascarado, y al egoísta puro desde el punto de vista de los resultados, la diferencia entre ambos es insalvable.
¿Por qué llamar a uno “bueno” y a otro “malo”? Porque si pensamos estos términos no desde una dimensión moral marcada por unos valores abstractos y metafísicos, sino marcada por valores concretos y prácticos, como tantas veces Nietzsche nos insta a hacer, nos encontramos que “bueno” es lo que es “útil” para la vida, lo que la hace seguir, continuar y mejorar, y malo lo contrario. Pues bien, tomando esta medida como punto desde el cual decidir, la acción del compasivo tiene una función práctica que la del egoísta puro no tiene, ya que ayuda a que la vida del que sufre o está en peligro pueda “seguir, continuar y mejorar”. Mientras que la indiferencia del egoísta puro no resuelve, en términos prácticos absolutamente nada. Así, desde la categoría de utilidad, de lo vitalmente útil, podemos decir que el compasivo es “bueno” y que el egoísta es “malo”. Y si salimos del marco meramente individual, si ampliamos nuestra mirada a un punto de vista evolutivo en términos de especie, de nuevo la utilidad del compasivo frente a la inutilidad del egoísta se torna innegable.
Este aforismo nos pone de nuevo ante la eterna decisión entre la fuerza y la compasión, tema recurrente tanto en Nietzsche como en numerosos pensadores anteriores y posteriores a él. Lo que sí podemos decir en el caso del padre del aforismo que hoy hemos trabajado, es que la encrucijada fuerza/compasión le hizo pasar verdaderos estragos vitales, porque una cosa es el texto y otra la vida. Como punto final a ella, a esa tensión mantenida y no resuelta, cabe recordar, de manera irónica y su contrario, el famoso episodio en el que un Nietzsche enloquecido se abraza a un caballo para que su dueño deje de golpearle. Ahora bien, esa llamada nietzscheana a la fuerza no es ninguna caricatura, tiene un sentido que también debe ser recordado. Porque bajo ese “que cada uno juegue sus cartas” y esa llamada a un “sufrimiento justo”, en sentido de sufrimiento necesario, se esconde una enseñanza decisiva: hay un punto de soledad al que no podemos renunciar y al que nadie, por mucho que nos quiera, por mucho que se apiade, puede llegar.
En relación a ese “que cada uno juegue sus cartas” tiene que ver con la soledad que en última instancia acompaña a toda decisión, a todo elegir un camino, y al peso que esa elección genera. Y nadie, absolutamente nadie, podrá nunca aligerar esa carga. El boxeador está, al final y por muchos aplausos y gritos de apoyo que reciba, solo ante su rival. En cuanto al dolor justo, al dolor necesario, es aquel que nos acompaña por el mero hecho de estar vivos y por participar en lo que la vida significa. Él debe ser sólo nuestro, e intentar cargárselo a las personas que nos acompañan no es otra cosa que o bien un acto de cobardía y debilidad, o bien un acto marcado por un error doble: la idea de que ese dolor puede ser paliado por los que nos rodean, y la idea entre los que nos rodean de tener la obligación y la capacidad de paliarlo.
En definitiva, la encrucijada fuerza/compasión tiene mucho de irreal, ya que no estamos obligados a elegir entre una opción vital u otra, sino más bien en combinarlas, algo cuyo éxito dependerá exclusivamente de nuestra pericia personal. Pero lo que debe quedar claro, es la falsa oposición de dos conceptos, de dos actitudes vitales, que en verdad deben convivir día a día, minuto a minuto, dentro de nosotros.
Pensadores
-Peter Singer es profesor de bioética en la Universidad de Princeton y profesor laureado en la Universidad de Melbourne.
-Fernando Savater es un filósofo e intelectual español. Novelista y autor dramático, destaca en el campo del ensayo y el artículo periodístico.
-F. Nietzsche: fue un filósofo, poeta, músico y filólogo alemán, considerado uno de los pensadores contemporáneos más influyentes del siglo XIX.
Realizó una crítica exhaustiva de la cultura, la religión y la filosofía occidental, mediante la genealogía de los conceptos que las integran, basada en el análisis de las actitudes morales (positivas y negativas) hacia la vida.
Bibliografía recomendada
-Peter Singer: Liberación animal, Salvar una vida, The Most Good You Can Do [El mayor bien que puede hacerse] y, el más reciente, Ethics in the Real World [La ética en el mundo real]
-Nietzsche: Aurora.
-F. Savater: Ética para Amador, El contenido de la felicidad.