Texto 1 Dignidad, respeto y perdón. Laura Quintana (ensayo).
No obstante, esta forma de reconocimiento tiene un límite. Según Arendt, hay actos que no podemos perdonar. Se trata
de aquellas acciones que trascienden el ámbito de los asuntos humanos y las potencialidades de poder humano, en tanto que intentan destruirlos (cf., Arendt, 1958: 241). Esas potencialidades son la espontaneidad, la posibilidad de iniciar
algo nuevo e imprevisible, la capacidad de hablar y actuar junto a otros, la pluralidad; es decir, aquellos elementos que son constitutivos de la existencia humana.
No podemos perdonar entonces, según Arendt, aquellos actos que pretenden destruir las condiciones fundamentales de nuestra existencia. Y no podemos hacerlo porque, además, el perdón es indisoluble de esas potencialidades que tales actos pretenden destruir.
Sin embargo, no tenemos que permanecer atados a lo imperdonable, y a la cadena de reacciones que trae consigo. Podemos comprender lo imperdonable y, con esto, desbrozar el terreno para actuar de nuevo.
La comprensión es, en efecto, la actividad sin fin que nos permite adaptarnos a la realidad, reconciliarnos con un mundo en el que nacimos como extranjeros y en el que seguimos siendo extranjeros dadas nuestras irreducibles diferencias (cf., Arendt, 1994: 308). Pero comprender no significa perdonar lo acontecido sino aceptar su impacto y su incidencia en el mundo común. Se trata de “la forma de conocimiento diferente de muchas otras, por la cual los seres humanos que actúan (y no los que contemplan evoluciones históricas progresivas o catastróficas) eventualmente pueden llegar a aceptar lo irrevocable y reconciliarse con lo que existe inevitablemente” (Arendt, 1994: 321s). Comprender es la capacidad para iluminar un acontecimiento en su particularidad, sin reducirlo a conceptos generales o a esquemas conocidos; además, implica el esfuerzo incesante por encontrar sentido en un mundo atravesado por la imprevisibilidad y la irreversibilidad de la acción.
En esa medida, en tanto que nos permite aceptar la novedad de un evento y las condiciones en que se da el actuar humano, se trata de la única cosa en el mundo que acepta el hecho de la natalidad, es decir, el que seamos un comienzo y capaces de comenzar (cf., Arendt, 1994: 322s). Así que al comprender, de cierta forma, podemos comenzar de nuevo, liberarnos de la cadena de reacciones que nos atan a un evento, ejercer nuestra espontaneidad. Por esto mismo, según Arendt, la comprensión puede ser considerada como “la otra cara de la acción” (cf., Arendt, 1994: 321s).
Por su parte, la capacidad de hacer promesas permite lidiar con el hecho de que los seres humanos no puedan disponer de quienes son ni puedan predecir las consecuencias de sus actos, pero sin tener que acudir a la idea de un sujeto soberano capaz de alcanzar un dominio de sí y sobre los demás. Más aún, según Arendt, se trata de una capacidad que “corresponde con la existencia de una libertad que nos
fue dada bajo la condición de no-soberanía” (cf., Arendt, 1958: 241). Al vincularse a través de las promesas, en efecto, las personas buscan posibilitar la acción en concierto, la coexistencia, y de esta manera apuntan a realizar una libertad que tiene que ver, precisamente, con la capacidad de actuar y hablar junto a otros en el espacio de aparición. Por ende, aquellos que se vinculan a través de promesas reconocen que hay otros, con miradas distintas, a quienes están dispuestos a respetar en virtud del vínculo establecido.
*Como es sabido, Arendt denomina a estos actos imperdonables el “mal absoluto” (cf., 1952: viii-ix) o el “mal radical” (cf., 1952: 459) Con esto se refiere, particularmente, al intento totalitario por eliminar la pluralidad humana y reducir a los seres humanos a seres superfluos, a vidas desnudas privadas de todo contexto significativo, a un mero haz de comportamientos carentes de
espontaneidad. Al respecto pueden leerse las páginas que la autora dedicó a esas fábricas de cadáveres que fueron los campos de concentración y exterminio (1952: 437-459), así como la conocida contribución de R.J. Bernstein sobre el tema (cf., Bernstein, 2005: 285-314)
Texto 2
¿Qué es la dignidad? por Javier Gomá Lanzón
«Escándalo de la filosofía” llamó Kant al hecho de que faltara un argumento decisivo sobre la existencia de la realidad objetiva fuera del yo. Dos siglos más tarde, el escándalo de la filosofía es, a mi juicio, que todavía falte un argumento decisivo sobre la existencia de la dignidad —esa realidad moral— y sobre su contenido. No hay noción filosófica más influyente y transformadora y, sin embargo, carece de una defición a la altura de su importancia. El Diccionario de filosofía de Ferrater Mora ni siquiera le concede una entrada a lo largo de sus cuatro tomos.
Se usa con profusión en toda clase de contextos a guisa de fundamento teórico —tratados y organizaciones internacionales, Constituciones políticas, declaraciones de derechos humanos, leyes y resoluciones judiciales—, pero invariablemente su esencia se presupone o su entendimiento se confía al buen sentido, quedando, por eso mismo, a la espalda y pendiente de definir. Incluso, ya en nuestro siglo, ha inspirado el movimiento social de los indignados sin que estos hayan sentido la necesidad de precisar antes, siquiera elementalmente, qué es aquello cuya ausencia enciende su ira y su protesta.
¿Qué es, pues, la dignidad?
Kant distinguió entre lo que tiene precio y lo que tiene dignidad. Tienen precio aquellas cosas que pueden ser sustituidas por algo equivalente, en tanto que aquello que trasciende todo precio y no admite nada equivalente, eso tiene dignidad. Solo el hombre posee con pleno derecho, incondicionalmente, esa cualidad de incanjeable, fin en sí mismo y nunca medio. Imaginemos una carretera pública en construcción cuyo trazado debe pasar por una finca privada: el Estado está facultado para expropiarla, pagando el justiprecio, porque el interés particular cede ante el superior interés general. La finca es expropiable, pero su propietario naturalmente no lo es, ni siquiera en nombre del bien común, por cuanto el interés particular cede ante el general; pero a su vez el general cede ante la dignidad individual, para la que no hay justiprecio posible.
Podría definirse la dignidad precisamente como aquello inexpropiable que hace al individuo resistente a todo, incluso al interés general y al bien común: el principio con el que nos oponemos a la razón de Estado, protegemos a las minorías frente a la tiranía de la mayoría y negamos al utilitarismo con su ley de la felicidad del mayor número.
La dignidad hace al individuo resistente a todo, incluso al interés general y al bien común
La dignidad es idea de larga genealogía intelectual, pero solo en la Ilustración se configura como propiedad inmanente de lo humano, sin más fundamento que la humanidad misma, a la luz del convencimiento, expresado por Tocqueville, de que ahora “nada sostiene ya al hombre por encima de sí mismo”. Somos los hombres quienes nos reconocemos unos a otros la dignidad; es decir, mutuamente nos concedemos por convención un valor incondicional… no sujeto a convenciones.
Con todo, el concepto ilustrado de dignidad experimenta una mutación extraordinaria en el siglo XX a consecuencia de su democratización. Porque en Kant la dignidad todavía conserva resabios aristocráticos al presentarla dependiente de nuestra racionalidad moral, que excluye en la práctica muchos casos, mientras que el concepto democrático obra una especie de universalización de esa distinción aristocrática a todo sujeto existente. Una aristocracia de masas.
La dignidad democrática se recibe por nacimiento y otorga a su titular derechos sin mérito moral alguno por su parte, válidos incluso aunque desmienta esa dignidad de origen con una odiosa indignidad de vida. Es irrenunciable, imprescriptible, inviolable, aquello que siendo inmerecido merece un respeto y coloca en cierto modo al resto de la humanidad en situación de deudora. Es única, universal, anónima y abstracta, por lo que prescinde de las determinaciones (cuna, sexo, patria, religión, cultura o raza) en las que se fundaban el surtido variado de las antiguas dignidades. Es, en fin, una dignidad cosmopolita, la misma por igual para todos los hombres y mujeres del planeta. Pues ahora nos parece una verdad evidente que nadie es más que nadie y que, como dijo Juan de Mairena, “por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre”.
La felicidad como tal es una posibilidad que ha quedado clausurada para los contemporáneos
Aunque inviolable, la dignidad sigue siendo hoy violada mil veces cada día. La diferencia con otros tiempos estriba en que ahora, en este estadio democrático de la cultura, ya nadie puede hacerlo sin envilecerse. La repugnancia que nos inspiran los cotidianos atropellos nos despierta un sentimiento aún más vivo de nuestro propio valor. Y cuanto más seguros estamos de esa dignidad originaria, tanto más trágicamente tomamos conciencia de la mayor de las indignidades, la absoluta, esa que no es de naturaleza personal ni social, sino metafísica: la muerte. Qué paradójica condición la nuestra, dotada de dignidad de origen y abocada extrañamente a una indignidad de destino.
Cada uno de nosotros experimenta en carne propia la contradicción de un mundo que, con una mano, nos concede el gran premio de la dignidad individual, último y supremo estadio de la evolución de la vida; pero luego, con la otra, nos lo revoca reservándonos la misma indigna suerte que al resto de los seres menos evolucionados. El pobre como el rico, el ignorante como el sabio, el célebre como el anónimo, el afortunado tanto como el desventurado, todos igualmente agitados por este dramatismo universal de la doliente epopeya humana.
Demasiado conscientes de esta indignidad metafísica última, la felicidad como tal es una posibilidad que ha quedado clausurada para nosotros, los contemporáneos. Por encima de ser feliz está el ser individual. Siempre quedará a nuestro alcance, en cualquier circunstancia, por difícil que se presente, el obrar conforme a esa dignidad que ya hemos intuido y probado. Lo nuestro ya no es ser felices, sino ser dignos de ser felices, aunque de hecho no podamos serlo. Lo nuestro es dotar a nuestra vida individual de una forma insustituible, para que así nuestra muerte sea verdaderamente un atropello intolerable. Que resulte manifiesto para el mundo que nuestra muerte constituye una objetiva pérdida, una destrucción absurda y sin sentido, una visible injusticia.
La máxima que guiará nuestras vidas a partir de ahora será: “Compórtate de tal manera que tu muerte sea escandalosamente injusta”.
Texto 3
Contrarios a la dignidad humana y la meditación de Hannah Arendt. Por Arash Arjomandi
¿Por qué en determinados contextos, personas corrientes y sanas de mente, que no se caracterizan especialmente por una mayor dosis de orgullo, ego o envidia con respecto de su media social, son capaces de cometer actos flagrantemente inmorales?
La mejor respuesta a esta enigmática cuestión sigue siendo la aportada por la grandísima Hannah Arendt: es la irreflexión la que hace que ciudadanos normales acometan con frialdad, y sin remordimientos, ilícitos éticos indignantes (contrarios a la dignidad humana).
En efecto, sobre la base del diagnóstico de Arendt podemos afirmar que lo que les lleva a personas corrientes e, incluso, cultas o muy cultas, lúcidas e inteligentes, a ser malhechoras y cometer desmanes –o, en su grado más extremo, violencia y crimen– es la falta de un hábito y una práctica: el diálogo interior socrático, o lo que hoy podemos denominar, con propiedad, mindfulness.
La reflexión meditativa, que Arendt llama pensar en solitud, es la mejor farmacopea para el fortalecimiento de la facultad moral de la persona. Se trata del célebre diálogo socrático con el propio daimon, voz interior o ánima. Un tipo de reflexión que, según han cultivado muchos filósofos en Occidente, debe discurrir necesariamente acerca de las grandes cuestiones existenciales: ¿quiénes somos? ¿qué misión podemos descifrar en nuestra existencia? ¿en qué consiste mi condición humana? ¿qué me une o separa de las demás personas? ¿por qué suelo actuar del modo en que lo hago en lugar de asumir otras normas de actuación? etc.
Este tipo de prácticas meditativas nos hace ir más allá de la presión arrolladora de las apariencias y nos capacita para validar o refutar la impresión superficial que tenemos de las cosas y situaciones. El no realizar tales reflexiones metafísicas en solitud trae consigo –como dice Shoghi Effendi– todos los males que un alma es capaz de revelar: «la perversión de la naturaleza humana, la degradación de la conducta humana, la corrupción y la disolución de las instituciones; se envilece el carácter humano, se pierde la confianza, se relajan los nervios de la disciplina, se acalla la voz de la conciencia, se deforman los conceptos del deber, de la solidaridad, de la reciprocidad y de la lealtad, y se extingue gradualmente el sentimiento mismo de paz, de alegría y de esperanza».
En la agenda diaria de Benjamin Franklin, uno de los espíritus más ilustres e ilustrados, constatamos que cada día, al despertarse a las 5 de la madrugada, meditaba sobre «the morning question: What good shall I do today»; y al acostarse, a las 9, reflexionaba acerca del «evening question: examination of the day»
Es verdad que, como ha insistido Arendt, el punto de partida son siempre los hechos particulares y situaciones concretas. Y es verdad que, como ha mostrado Javier Gomá en su magnífica tetralogía de la ejemplaridad, la conciencia moral, el habituarse a elegir de acuerdo a principios éticos universales, se edifica y forma a partir siempre del caso concreto y del ejemplo. Pero sólo la experiencia del juicio interior, en solitud, nos ilumina y ayuda a distanciarnos de la realidad que suponemos, a examinar las apariencias y a dejar de dar por supuesto lo que parece indubitable, con el objeto de discernir entre lo bueno y lo malo de nuestras acciones concretas, entre lo justo y lo utilitarista de nuestras intenciones, y entre lo corresponsable y lo egoísta de nuestros planes.
De ahí que la estructura de las meditaciones existenciales y morales sea siempre lo que en filosofía se denomina juicio reflexionante. Se trata de un libre e indeterminado discurrir del pensamiento, que expresa valoraciones, no definiciones o conclusiones. Uno de los mejores modelos de ello en nuestra tradición occidental son los diálogos socráticos: todos ellos se preguntan por cuestiones absolutamente cruciales para nuestras vidas: ¿qué es el bien? ¿dónde encontrar la belleza? ¿cómo dar con la verdad? ¿es nuestra alma inmortal? ¿en qué consiste la justicia? Pero tales diálogos nunca aciertan a definir ninguna de esas ideas; no dan con la fórmula mágica de describir la esencia de estas cuestiones: lo que importa son los frutos que se van recogiendo en el camino mismo del proceso del pensamiento acerca de ellas.
Este tipo de diálogos de la persona consigo misma requiere atender de forma cuidadosa y respetuosa a la voz de nuestra alma que nos susurra al oído. Al escucharla se fortalece nuestra conciencia, nos dificulta el olvido y ejemplifica nuestra acción. En definitiva, sucede en nuestro interior lo que Eugenio Trías denomina el acontecimiento ético: un desplazamiento de nuestro éthos.
Sólo las mentes reflexionantes, las que practican la meditación existencial, consiguen evitar que el mundo les distraiga y compela. Y sólo ellas cumplen con la máxima socrática de que «una vida no examinada no merece la pena». Para ello hay que ejercer, a ratos, contemplación: retirarse del mundanal quehacer y ponerse en posición de espectador de la propia vida, de las cosas en su conjunto y de nuestra verdadera identidad. «No es a través de la acción, sino de la contemplación que se revela el “algo más”, es decir, el significado del todo», dice Arendt.
Texto 4
La única ideología: la dignidad humana. Gonzalo Sánchez de Tagle.
La premisa esencial del libro (y reportaje) “Eichmann en Jerusalén o la Banalidad del Mal”, de Hannah Arendt, se asienta en el hecho de la disposición hacia el mal. La conducta humana en términos más o menos llanos, es neutral. Existe en cambio un pliego de situaciones que determinan la conducta social e individual de la persona. De esa forma, como lo declara Adolf Eichmann en 1961, él sólo pretendía escalar en el peldaño del Partido Nacional Socialista y para ello, cumplir con el trabajo encomendado, cualquiera que éste fuera.
El debate entre disposición contra situación, como precondición hacia el mal ha sido desarrollado y analizado por Stanley Milgram (Obediencia a la Autoridad) y Philip Zimbardo (Efecto Lucifer). En esos estudios psicológicos, se observa que en determinadas circunstancias y bajo un mandato de autoridad claro, la persona común y corriente puede producir mucho mal al prójimo.
Se trata de algo así como una exoneración de conciencia ante la responsabilidad ulterior de la persona que dirige las instrucciones bajo el manto de autoridad. En esa medida, la persona, en la generalidad de circunstancias y bajo una situación determinada, puede producir mal, aun cuando no lo haya premeditado e incluso cuando sea, el acto, contrario a su ética individual.
Y es en esa medida que el mal es banal. Lo es, en tanto que su potencialidad se encuentra en cada persona que, en determinadas circunstancias de momento, tiempo y forma, puede producir mal al prójimo. Con ello, como preposición esencial de la dignidad humana, se elimina la otredad. Concepto que parte de la existencia propia, a partir del reconocimiento del otro.
El genocidio nazi ha sido reiterado en el curso de la historia de la humanidad. En la Guerra de los Balcanes, en Ruanda, en Guatemala, en Armenia y muchos otros momentos negros de nuestra historia moderna (incluso en el proceso de conquista del continente americano). De ello, da cuenta el Museo de la Memoria y Tolerancia de la Ciudad de México.
Tras una conmemoración más en memoria de las víctimas del Holocausto, es preciso recordar la capacidad aniquiladora de la raza humana; del animal racional que somos cuando apelamos como especie a nuestra esencia animal, en lugar de a la razón. Por ello, es indispensable que seamos conscientes de regímenes que no reconocen la esencia de la dignidad de la persona, pues como se ha demostrado, los episodios de la historia tienden a repetirse: la banalidad del mal está en todos.
Aun así, hay personas que destacan por su persistencia y compromiso con la dignidad del ser humano, que a pesar de las adversidades e incluso poniendo en peligro su vida, asumen el riesgo esencial de luchar por el prójimo. Como Oscar Schindler, Raoul Wallenberg, el mexicano Gilberto Bosques y muchos más, que combatieron en contra del fanatismo y la crueldad en beneficio del otro.
El problema de las ideologías es que pre condicionan el razonamiento y, en consecuencia, la conducta. Por ello, la única ideología debe ser en favor de la dignidad humana. Si como dijo Hannah Arendt: el mal es banal; entonces la defensa de la dignidad y libertad de la persona, es extraordinaria. En una conmemoración más de las víctimas del Holocausto, debemos recordar que el respeto de la dignidad humana es el pilar de la convivencia social y que el hombre, como puede ser extraordinario, también puede ser banal y extraordinariamente malo.
*Ethos: Forma común de vida o de comportamiento que adopta un grupo de individuos que pertenecen a una misma sociedad.
Breves biografías
Laura Quintana: profesora Asociada de la Universidad de Lo Andes, Colombia, doctora en Filosofía.
Hannah Arent: fue una pensadora, teórica política alemana, posteriormente nacionalizada estadounidense, de origen judío y una de las personalidades más influyentes del siglo XX.
Javier Gomá Lanzón: es filósofo y autor de Filosofíamundana. Microensayos completos.
Arash Arjomandi: es filósofo y profesor de Ética en la EUSS (UAB), ensayista y divulgador filosófico. Discñipulo de Eugenio Trías.
Benjamin Franklin: fue un político, polímata (experto en varias disciplinas), científico e inventor estadounidense. Es considerado uno de los Padres Fundadores de los Estados Unidos.
Axel Honneth estudió Sociología, Germanística y Filosofía en Bonn y Bochum, y continuó su carrera académica en la Universidad Libre de Berlín. Realizó su doctorado en el Instituto Max Planck de Múnich bajo la dirección de Jürgen Habermas, antes de trasladarse a la Universidad de Frankfurt, donde enseña filosofía social: su trabajo de 1983 versó sobre M. Foucault y la teoría crítica.
Propone la Teoría del reconocimiento mutuo y recíproco, la cual es una descripción prescriptiva de una teoría moral. Para ello, se apoya en la premisa antropológica según la cual «el hombre solamente es hombre entre los hombres» (Fichte), es decir que la relación práctica consigo se constituye en una relación con el otro.
Immanuel Kant: fue un filósofo prusiano de la Ilustración, s. XIX. Es considerado como uno de los pensadores más influyentes de la Europa moderna y de la filosofía universal. Además se trata del último pensador de la modernidad, anterior a la filosofía contemporánea que comienza con el pensador Hegel.
Entre sus escritos más destacados se encuentra la Crítica de la razón pura, calificada generalmente como un punto de inflexión en la historia de la filosofía. En ella se investiga la estructura misma de la razón.
Vizconde de Tocqueville fue un pensador, jurista, político e historiador francés, precursor de la sociología clásica y uno de los más importantes ideólogos del liberalismo.
Ferrater Mora: es el filósofo catalán más destacado del s. XX. Creó el método filosófico al que llamó integracionismo, con el que pretendía integrar sistemas opuestos de pensamiento. Ferrater Mora planteaba que la oposición tradicional de conceptos aparentemente irreducibles tales como: naturaleza–razón, causalidad-libertad, ser– deber ser, alma-cuerpo, ser-devenir, no es invencible. Estos conceptos, fuente de muchas disputas y divisiones en filosofía, no denotan realidades existentes en sí mismas sino que son «conceptos límite»; es decir, estos «polos opuestos» no existen de forma absoluta. Existen sólo como tendencias o direcciones de la realidad y por tanto son complementarios y útiles para hablar de ella.
Gonzalo Sánchez de Tagle: abogado constitucionalista. México.
Bibliografía
-Cortina, Adela. Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía, Ediciones Novel, 2007.
–Arjomandi, Arash. Gozar la vida por medio de actos bellos. La ética como atajo hacia la felicidad. Editorial Pre-Textos, 2017.
-Arendt, Hannah. Los hombres y el terror. RBA Libros, 2012.
-Bernstein, R.J. El mal radical: una indagación filosófica, traducción de Marcelo G. Burelo, Buenos Aires: Lilmod, 2005.
-Quintana, Laura. Identidad sin sujeto. Arendt y el mutuo reconocimiento: http://www.csprp.univparisdiderot.fr/IMG/pdf/quintana_e_p_xii_2010_2.pdf
-La Dignidad: https://elpais.com/elpais/2016/06/22/opinion/1466611644_402913.html